martes, 30 de junio de 2015

dyasi


No está tan mal vivir encima de un puticlub. Bueno, no un puticlub de los de verdad, sino uno de esos de calle intransitada, de las de una frutería de un moro en la esquina y nada más en toda la santa calle. Date por afortunado si te encuentras la mierda de un perro en la acera. Antiguamente en los negocios familiares de pequeños comerciantes, el dueño del local solía comprar el primer piso del edificio para vivir. El 1ºA, la puerta de enfrente del mío. Le quita un poco de magia y morbo al asunto, todo hay que decirlo. También lo hace cotidiano, y eso está bien, no hay que engañarse. El otro día un pendejo, porque era un pendejo, nada de cretino o gilipollas. El otro día un pendejo quiso reclamar a los buenos de mis vecinos, y salió el hijo mayor, que con sus 1,90 y sus 160 acojona un poco ciertamente, y con esa dulce boquita suya le soltó, digo dulce porque el gordinflas es el que se ocupa del glory hole del club, le soltó los improperios que no le dijo en aquel aciago día el padre del pendejo al pendejo. Y qué a gusto se quedaron los dos. En sus caras la mayor satisfacción que te podías imaginar. La gente que merece una ostia la suele encajar sorprendentemente bien. Como diciendo “me la merecía”. Ayer mi vecino, el padre del amigo michelín me vino a pedir explicaciones acerca de unas ligeras alteraciones sísmicas que había detectado mientras disfrutaba de un precioso viaje en crucero allá por su tercera fase REM a las 4:53 am. No estaba muy contento, se ve. Tampoco entendí nunca la gente que mantiene esos horarios para dormir. Parece que no viven seguros sin sus dogmas ateos. Hay  que dormir ocho horas al día, come 5 frutas y verduras variadas, tápate después de sudar mucho aunque haga calor, quédate en la cama con fiebre. Lo mejor es que la mitad de ellas hoy en día vienen de un post en Facebook no se por qué el puto Moisés no resucita de entre los muertos y se dedica a adorarlo y tallar su sabiduría en dos lápidas de piedra. Pues el muy gilipollas quería pedirme explicaciones por despertar a su crío, el pequeño, que aún tiene el hueco este que se les queda a los críos cuando se les caen los paletos, que es graciosísimo, a mí me hace reír muchísimo cuando lo veo, pero mucho más cuando la amiga de la madre va, lo mira, y con una sonrisa culpable abre la boca para soltar un “qué mono”. A ver si el chaval se va a traumatizar para toda la vida porque un adulto mongolo se ría de su piñata. Aprendería más para la vida. Como mi vecino, que cuando me miraba con esa cara roja de proxenetismo e infamia demoníaca asociada al los vapores de la campana extractora del puti, le dije… bueno, no no le dije nada. No le dije nada porque esto no es verdad. Nada de esta mierda es cierta. Ni vivo encima de un puti ni el gordo felaba por dinero. Pero es que todo esto se me ha venido a la cabeza después de estar esperando media hora al bus de pie en la estación, sin nada más que mirar que a un puto cartel que ponía “Osiris, limpieza y mantenimiento de: nichos, sepulturas y panteones. Osiris limpia por ti, ¡¡contrátalo ya!!”. Sí, con doble exclamación. Osiris el dios de la resurrección y la fertilidad y la regenración del Nilo. Y pensé, esta mierda es carne de un monólogo de autosuficiencia y queja del Rodrigo García. “Yo soy Gerardo y me encargo de la maquinaria pesada.” Parecía hecho a medida. Pero esto no lo habría pensado de no haber visto Daisy el otro día. Qué cosa. Un tipo subido a un perro-patada de dos metros y medio para decir cuatro líneas y después ocultar el perraco detrás de una estantería. Encima el cretino, porque era un cretino y no era un pendejo, era argentino. A los tres cuartos de hora apareció un español para equilibrar, y más tarde vinieron los violines y los fantasmas para acabar, tal cual. Y lo peor de todo es que sí, me gustó. Tanto que decidí pasarme una noche unos días tras aquello a ver cómo cocinaban una langosta en otra sala. La gran creación de Rodrigo García, la estrella de la post-modernidad. Y también estaba rica la langosta! Muy rica, joder, es una langosta, la gente paga más que los 10€ de la entrada por comer langosta. Y sabías que estaba bien fresca, por cómo se movía y latía su corazón y toda la mierda. Si es que estaba muy bien. Rodrigo García será un gilipollas con el cigarro que se estaba fumando fuera antes de la función, que se lo estaba sujetando el argentino de Daisy, que lo vi yo. Si eso está muy bien, porque quien fuma, sea consciente o no, lo ha hecho para follar. La madurez que da el humo de un cigarrillo no la da nada más. Ahí estaba yo dejándome el culo plano en el suelo de la sala donde se estaba cocinando al pobre bicho, pensando en la vida y la muerte, la relevancia de nuestra pobre y mínima existencia en el vacío del mundo que se entreveía en un último brillo de los ojos del animal. Y quizás llegué a un estado mental nunca antes alcanzado, o quizás el mismo que cuando te lavas los dientes mientras cagas, que también me hace sentirme muy capaz y poderoso, quién lo sabe, pero sí que salías de allí con la convicción de que aquello, era especial. No se repetiría, te hacía más humano. Pero sin el cigarro de después para comentarlo, toda esa fruición no es más que vicio freudiano fuera de ese aura gris. Y el que más hace que sabe de la vida más folla, que se lo pregunten a esas listas que lo petan en Facebook, las grandes claves de un columnista a tiempo parcial de una puntocom que cobra por número de comparticiones en la red social azul, porque todas son puto azules, que por un momento se fusionan con tu pensamiento nicotinizado y te llevan a la certeza más cruda, absurda y absoluta. La nueva filosofía de la edad de la velocidad y la inmediatez. Donde no soy rey porque me la suda pero nadie se entera de que me la suda. Por eso mismo casi me echan de casa. Y no sé por qué me negué, si no era la mía. Comida con mi hermana en su tercero interior. Un cuchitril con ventana a un conducto de ventilación y al aire acondicionado del vecino, pero qué ibas a esperar. Mejor vivir encima de un puti. Por una cocacola zero casi me echan. Me preguntan que qué quiero beber, y como soy un mártir y ángel caído, me pido agua. Ante la respuesta insatisfactoria para los estándares de mi familia política, me llovió un alud de ofertas de refrigerios: cocacola normal, cocacola normal sin cafeína, cocacola light, cocacola zero, Pepsi max, nestea del día que está más rico que el original, fanta lima edición especial, schweppes, nordic mist, cariotónica pinkcow, Macario, Peter Spanton tonic, limón y nada, blue tonic, mr q cumber, y todo aquello que se le pueda poner a un gin tonic -porque si ahora no eres un gourmet del gin tonic no sé para qué vas a salir de casa una noche. Y a mí los tipos que conducen un Prius eléctrico para no contaminar y tratar de compensar la mierda que sale al producirlos, que van al gym para hacerse fotos, o que toman cocacola zero porque no tiene azúcar pero se echan leche condensada en el café, pues me pueden. Aunque sin duda alguna, los que peor me ponen de todos, son los que escriben automáticamente para desahogarse, y entre esos, los que usan un estilo que no es el suyo para hacer como que se ríen de lo que es eso de ir por encima de todo alguna vez, que nunca toleran y más les puede cada ocasión. Pues eso, que casi me echan de casa y me habría ido más contento que nadie a acordarme de las veces que se han reído de mí y no he tenido la oportunidad de ahogarme en las aguas bronceadas de un río de mierda mientras mira un grafiti de Esperanza Aguirre riéndose del prójimo con un bocadillo en letra en comic sans, y todo por no gastar un viaje de los putos billetes de diez de metro.

martes, 22 de julio de 2014

Mariposa

Nuestra suerte cambió el día que José dejó de prostituirse. Recuerdo el sabor amargo de la tónica en la barra de bar donde nos veíamos. Idéntico olor a tugurio y esa extraña luz parpadeante. No habíamos llegado a quedar tantas veces, pero dicen que el amor no entiende de tiempo.

Sentada en la silla de al lado, mi hermana; como de costumbre. Hoy sus pupilas no brillaban como solían. Juraría poder haber visto una lágrima, otra más, caer por su tez pálida cuando nos comunicaron la noticia. José había abandonado el local para no volver jamás. Él le daba otra imagen a aquel asqueroso burdel. En su presencia, las paredes escondían su mugre. Los cristales rotos del suelo crujían al unísono. El brillo de las manchas de semen en la mesita al fluorescente morado no desviaba la atención de mi hermana.

Él era el mejor en su trabajo. No necesitábamos comparar con nada para saberlo. Parecía crear un equilibrio, algo armónico entre el caos reinante. Sin embargo, desde esa mañana maldita, todo se acababa. Tendríamos que volver a casa, reducto coartante de nuestra existencia. A sus muros de terca piedra, y a sus subyugantes huéspedes, Madre y Padre; una por exceso y otro por falta de afecto.

Nuestra madre nos educó con maestría. Precisión suiza hecha hijas. A pesar de que nos llevábamos un año y medio, vestíamos iguales. Padre nunca lo discutió. Nada de lo que decía Madre se discutía. Sólo nos regañaba cuando Madre podía recriminarle algo. Por eso disfrutábamos de su compañía cuando sólo éramos los tres, las tardes de pesca. Él daba cabezadas, sombrero apoyado ligeramente sobre su nariz, caña entre las piernas. Nunca pescó nada y nunca le importó. Pero así teníamos tiempo para explorar.

Dalia era la mayor. Lo primero que hicimos juntas fue empezar una colección de bichos. A ella le gustaban, y a mí me entretenía. Esa inocente y pura atracción por la entomología nos unió. Desde entonces siempre me quiso mucho, y yo respondía. Aprendí de ella a temer a Madre.

Padre sólo nos regañaba cuando recogíamos animalitos. La mayoría de veces, sin embargo, no se enteraba de que los cogíamos. Me gustaba fantasear con ellos; tener la fuerza de la hormiga, luchar con la tenacidad del escarabajo o dormir arropada en un capullo de fina seda.

En los trayectos hasta el lago donde pescaba, Padre no hablaba. Tenía un coche inmenso, impecable. Madre se lo había hecho comprar, para llevar a toda la familia. Un día Padre vio a Dalia meter un pequeño bichito en el coche. Inmediatamente le mandó tirarlo con cara de enfado. A él le daba igual, pero Madre no lo toleraría. Sus hijitas debían ser pulcras y finas.


De pequeña me gustaba ir al colegio. Era un edificio ruinoso y lúgubre. Sabíamos que la conserje había sido detenida, que el portero era epiléptico y que nunca íbamos a aprender nada. Al director sólo se le oía decir eso. Pero a mí me gustaba. Escuchar las clases de mi profesor de Historia. Su voz acaramelada me acompañaba cada día a la hora de irse a dormir y narraba sueños y pesadillas. El olor de los hornos de la cocina al dar color al inerte pan congelado. El frío del pasillo y la luz pálida cuando solo Dalia y yo esperábamos que alguien nos recogiese.


El colegio y su fachada gris encerraban emociones encontradas para Dalia. Los niños pueden ser muy crueles, se dice. Sin embargo, dan en el clavo. Sus compañeros de clase le decían loca y rara. Lo que no sabían es que en nuestra casa eso era normal. Cuando todos aquellos uniformes grises con boca y ojos nos gritaban en el recreo, me entristecía. Buscaba refugio en el bichito que me había traído de casa. Dalia, por su lado, nunca se amedrentó. Miraba fijamente a las niñas, con la mandíbula desbocada en una media sonrisa aterradora, como si de una hiena se tratase. Sus ojeras eran el brochazo final de ese esperpéntico retrato, defensa innata de un alma incomprendida ante una sociedad despiadada.

Un día del marzo frío, me atreví a alzar la mirada sobre el enjambre de niños que nos recluía en la esquina sucia del patio. Costaba mucho, no lo hacía jamás. Me resultaba complicado incluso ver más allá del griterío. Al fondo de esa celda al aire libre se distinguía una figura. Creí ver al más majestuoso de los bichitos, reinante sobre todos los demás; tumbado dormido en un frío banco de piedra.

Situado entre los dos edificios que formaban el colegio y más allá de la zona donde los niños se sentían seguros jugando. Ciertamente desolado y hostil hacia los posibles visitantes, aquel banco. Dalia me había hablado de él. Decía que ahí ajusticiaban a los que iban contra la norma. Sin titubear, repetía que su destino estaba allí.

Cuando le señalé la silueta que allí yacía, mi hermana se irritó mucho. No quería que le quitasen el lugar. Su nexo con el colegio era aquel, y lo defendería como propio. Entre gritos ahogados de miedo, insultos y caras de sorpresa de los niños, nos acercábamos para descifrar qué o quién había roto la monotonía de mis días en el colegio.

Entonces comprendí por qué Dalia se había enfadado. El banco era un altar. Rodeado de barro y basura. No tenía sentido su presencia allí. Feo y frío; solo ante las inclemencias de un tiempo siempre gris. En las zonas a las que nunca llegaba el sol, el musgo había intentado crecer sin éxito. Simplemente la sobria piedra, resistiendo impune al paso del tiempo. Tan puro y basto como el primer día. Encerrando toda la trascendencia que necesitaba la vida de Dalia. Y a partir de ese bello momento, de la mía.

Sobre el banco dormía un niño, acurrucado en posición fetal. Ajeno al ruido del patio y a nuestra presencia. Su pelo castaño se deshacía en pequeños rizos y un remolino cerca del flequillo. Orejas ligeramente puntiagudas, nariz chata y los labios formando una u sutil por la que se escapaba un fino reguero de saliva que revelaba el profundo sueño en el que se había entregado.

Algo raro ocurrió entonces. La expresión hostil de la cara de mi hermana desapareció. Miraba de una manera tierna, todo lo tierna que pueden hacerlo unos ojos que han visto tanto dolor y lágrimas. Yo no comprendía por qué. Era su santuario. Su final esperado, su sino. Mancillado. Por un crío. Y sin embargo, no hubo gritos, ni los aspavientos normales que dirigía a las niñas del patio, mímica exquisita de los de Madre.

Cuando lo recuerdo, dudo. No puedo asegurar que Dalia estuviese llorando. Sabía perfectamente cómo lo hacía, y yo siempre me contagiaba. Pero esta vez no había dientes ni puños apretados. Me sorprendió cómo relajó sus hombros ante la lluvia naciente. Las palmas extendidas, los dedos separados, de puntillas y con el pecho hacia delante. Su sonrisa... La había visto únicamente en fotos de cuando solo estaban Padre, Madre y Dalia. Los párpados abiertos, las cejas altas y esa gota que reflejaba la poca luz gris del patio colgando de su nariz, desafiando a la gravedad. No sé si llegó a llorar, pero nunca olvidaré esa imagen.

El sueño se rompió cuando Dalia cayó de rodillas sobre el lodo. El sonido amortiguado de la tierra mojada nos sacó de la ensoñación. El niño también se despertó. Abrió un poco un párpado. Después, lo volvió a cerrar, cegado por la luz que desprendía Dalia. Abrió el otro, y volvió a abrir perezosamente el primero. No se inmutaba por la pesada lluvia. Una gota impactó en el centro de su frente cuando se levantaba, y soltó una carcajada sincera, jovial. En ese momento supimos qué era el amor.

Acabábamos de asistir a uno de los milagros de la naturaleza. El que se había acostado como gusano y resistido envuelto, dormido en las sábanas de un capullo que le aislaba de la crudeza del mundo; ahora renacía en la figura magnificente de una mariposa. Tan frágil, pero tan bella. Joven y alegre; natural y libre, impactante.

Nunca he entendido qué significan las palabras “amor carnal”. Me lo han tratado de explicar muchas veces. Sin embargo, después haber encontrado la paz en la visión de aquel niño, carecía de sentido, de utilidad. En aquel instante predilecto, vivimos en sintonía con el mundo. Todo llegó a pararse. El cielo, dichoso, se abrió en un claro el tiempo justo. La tierra se endureció antes de que apoyase sus pies descalzos en el suelo; y las niñas cesaron en su estridente concierto por unos milisegundos. Nos bastó ese tiempo.

Al niño también.

Apresuradamente, se dio media vuelta y marchó en dirección contraria, al otro edificio, de espaldas a nosotras. Natural y libre como le correspondía. Se alejaba inexorablemente ante nuestra atónita mirada, reticente a olvidar la dulce imagen que acababa de contemplar. Nuestras piernas no quisieron moverse. Intenté gritar, pero mi frágil voz se perdió entre el alboroto.

Noté cómo hacía tiempo que lágrimas brotaban de mis conjuntivas. El niño se difuminaba entre mi visión borrosa por ese líquido salado que tantas veces me había consolado y ahora me consumía. Me sentenciaba. Volvía al miedo, y a la mentira de que me gustaba ese ruinoso colegio. Ese niño había sido la pieza que lo mantenía en pie, oculta en una esperanza cuya existencia desconocía hasta ese mismo momento. Comprendí, entonces. Lloré desconsoladamente, entonces.

Dalia estaba petrificada. En sus ojos sólo podía ver la desorientación de un extranjero. Estaba perdida en el único lugar que había conseguido ser su sitio en un mundo intransigente y enemigo. Sin embargo, lejos de asumir mi depresión y ser partícipe de ella como llevábamos tantos años haciendo; corrió.

Sus cortas piernas parecían no dar a basto. Efectivamente, su corazón iba más rápido. Quizá era el esfuerzo inútil de un mortal por alcanzar la divinidad. No era la búsqueda del absoluto, sino el grito desesperado de una mujer por dejar escapar la única figura que aportaba verdadero sentido a su ser. La perdí de vista pronto, sumida en mi tragedia.
De ahí en adelante, no recuerdo mucho más. Volví a casa sola. Padre no estaba con Dalia tampoco, y cuando llegó Madre a casa, me pegó y me echó la culpa de que no estuviese.

Esa noche no pude dormir. Tenía mi mirada fija en el techo negro, para poder viajar desde mi habitación a todos los lugares de la ciudad que conocía. En cada rincón, buscaba a mi mariposa. Cada paso acrecentaba mi ansiedad, y mis ganas de llorar. Ahora quería odiar al niño, por enseñarme lo que es la desdicha.

Tarde, muy tarde, cuando la luna dejaba de iluminar la primera rendija de la persiana de mi ventana, alguien abrió la puerta. Era Dalia, sucia y sangrante, con sus brazos llenos de rasguños. Sonreía. Otra vez. Salté a abrazarla. La había echado de menos. Llegué justo antes de que su cabeza cayese brutalmente sobre el suelo. Parecía estar en éxtasis. Entre mis brazos, con los ojos en blanco y las piernas estiradas. Me miró como miran los muertos, sin pupilas. Profirió una palabra antes de sucumbir al cansancio: “José”.

Su cuerpo se tornó pesado e inerte de repente. Sin embargo, ni siquiera la inconsciencia pudo tapar su felicidad, plasmada en la mueca de sus labios. Macabra imagen para cualquiera, pero que para mí era más cálida que ninguna sonrisa que me hubiesen dirigido. Significaba que lo sucedido esa mañana no se convertiría en otra pesadilla recurrente. Significaba que podía confiar y que los obstáculos del día a día merecían ser relegados a un segundo plano por encontrar al niño querido.

Los siguientes meses fueron malos. El frío seguía. El colegio era cada día peor, y el niño nunca volvió al banco, a pesar de que nos pasábamos allí los recreos. Pero nos daba igual. La búsqueda de José era un motivo bonito por el que vivir, y no el esperar a que Padre quisiese olvidarse de Madre para ir a pescar. Al cuerno con los gritos de las niñas de clase, las riñas de la conserje exconvicta y los compulsivos modales que exigía Madre.

Pasaron los días. No dejamos de ir como devotos feligreses al encuentro de nuestro ausente Señor. La chicharra del timbre de clase eran nuestros particulares maitines. Nuestra fe ciega nos abría el camino hasta el altar. De rodillas, mirada directa al horizonte. De espaldas al mundo y entregadas a la posibilidad de volver a vislumbrar su silueta en la distancia. Pero siempre acababa con lágrimas de resignación y gritos rabiosos ahogados. Por no poder aguardar más tiempo su vuelta celestial, por miedo a haber perdido para siempre la imagen de su magno aleteo.

Dalia estaba cada días más ansiosa. Se convirtió en una obsesión. Ya no le decían rara o loca. Simplemente, los niños no decían nada. Me preocupaba su frustración. A veces la descargaba contra mí, pero siempre le perdoné sus malas palabras y su violencia. Quería tanto como ella encontrar a José.

El mejor momento del día era después de comer. Hora de retomar la búsqueda. Muchas calles vacías y montones de hojas arremolinándose entre las ramas caídas. Nos vieron en parques y plazas. Bajábamos al río a ver pescar cangrejos. Fuimos la silenciosa hinchada de los partidos de fútbol de detrás de la iglesia. En el bosque buscamos bajo cada arbusto y dentro de cada tronco, como hacíamos en las tardes de pesca. Entrábamos en las mismas tiendas de juguetes y kioscos, hasta que fuimos demasiado mayores para mirar a las muñecas con los mismos ojos. Poco a poco, los policías dejaron de preguntarnos si sabíamos donde estaban papá y mamá.

Perdimos la noción del tiempo. Crecimos por fuera, pero no por dentro. No podíamos. Habría sido renunciar al momento del banco, a los bichitos, y a la resistencia de luchar contra la fábrica de copias que era nuestro colegio. Pasaron los años, pero no en balde. Finalmente, llegó El Día.

Era un lugar inesperado, lúgubre y lleno de esa gente que Madre calificaba como mala. No importó que fuera un burdel. Al final, la idea de contratar a un investigador no había sido tan mala. Dalia no aguantaba más, y recurrió a ello. Yo nunca quise, pero me había tenido que tragar mis palabras.

Aquel hombre había tenido que aguantar mucho. Fuimos cada día a su despacho, durante muchos inviernos. Da igual cuántos. En la segunda visita nos pidió una descripción detallada de José y que rellenásemos un cuestionario que no se ha movido de la esquina de la mesa desde entonces. Sólo ha servido de colchón para archivadores de nuevos trabajos que negaba cínicamente que fuesen más importantes para él.

No podía ser tan complicado. Los saltamontes son más pequeños y escurridizos que las personas. Dalia se había presentado en la casa del detective unos días antes. Surtió efecto; a las 24 horas teníamos una pista. Sospeché de él fundadamente, pero parecía ser que lo había conseguido al fin y al cabo. La excitación borró cualquier rencor.



José había cambiado. Usaba pintalabios y medias de rejilla que no disimulaban el pelo de sus piernas. Fumaba, mucho. Tenía peluca falsa, rubio platino. Se afeitaba poco la barba. Había ganado mucho peso. Es cierto que no le habíamos visto en 30 años, pero tenía certeza que era así. Su mirada revelaba que la vida no le había tratado bien. Pero habíamos llegado a dar con él, al fin. Nos valía todo.

Intentamos hacerle ver que las cosas iban a cambiar, que el tiempo de desesperanza había terminado. Llevábamos años planeando esa conversación. Dalia y yo hablábamos como una. Nos pisábamos las frases. En mi cabeza habían sonado siempre con la voz del profesor de Historia, pero ahora éramos nosotras mismas las que las decíamos. Me sentí cerca del éxtasis, otra vez.

José quiso enseñarnos el lugar entonces. No dijo una palabra. Se limitó a fumar su cigarrillo. Pero nosotras lo notábamos. Su efecto, su esencia. Congelaba el tiempo y colocaba todo en su lugar. Su danza me embelesaba. No hacía nada especial, solo caminar con decisión, pero lograba que me recorriesen escalofríos. Volví a ser la niña que se sentía en sintonía con el mundo.

No quiso venir a casa con nosotras, y nos pidió dinero. El dinero no era el problema. Lo acabaría por entender. Por fin iba a sentirse amado. La vida puede merecer la pena. Él había dado sentido a nuestra vida y nosotras le haríamos ver que era sólo gracias a él. En esos momentos yo era la heroína que salvaba al príncipe de las garras del dragón, encerrado en un burdel. Dalia tampoco hablaba mucho, sumida en una tranquilidad impropia de su personalidad. Difusa, liviana, en trance. A veces se paraba a admirar el lugar donde estábamos, como si el moho de las paredes fuesen frescos renacentistas y las goteras dejasen caer el agua con acordes justos y tocados con precisión.

Nos fuimos de allí sin José, pero con la llama de la esperanza alumbrando el camino de vuelta. La mariposa estaba ahí, había sobrevivido. No nos desesperaba, habíamos aguardado lo suficiente. Estábamos convencidas de que era la última etapa de nuestra tarea ardua y tediosa, pero que el premio sería mejor que el cielo.

Volvimos otras tres veces. José seguía igual. Ningún signo de reconocimiento, ninguna voluntad de cambio. Más pitillos y tacones obscenos. Misma impasibilidad e indiferencia. Pero nada me iba a hacer salir de mi empeño de poder llegar a abrazar a aquel niño, darle el cariño que nunca nos transmitió Padre, contarle los cuentos que se callaba Madre y vestirle de colores vivos.

Al cuarto día, Dalia contactó con el investigador mientras José me escuchaba; se uniría después. Dalia me había dicho que algo no encajaba, que aquel patán le debía una explicación. José y yo, sentados en su sucia habitación, como de costumbre. Ese día le estaba contando historias de la escuela. No parecía conocer el lugar de nuestro primer y frugal encuentro.

Dalia entró abriendo bruscamente. Ceño fruncido y cuerpo en tensión, rápida como una flecha. Diciendo su nombre, José, hizo un movimiento extraño José. Volvía a José tener la mirada del patio José cuando se reían de ella. José no se inmutó José. El tiempo José volvió a pararse José como en José el altar José. Dalia José sacó un cuchillo. Lo José movía con José y mucha fuerza. Entonces alcanzó a José y José una y José otra vez hasta que José José José. Cayó José y otra José vez José José José José. Reguero de sangre y José. Más lágrimas desconsoladas por José. Furia incontenida y salivación excesiva, José. Gruñidos propios de un perro rabioso, José. Otra vez de rodillas por ti, José. Muriendo por dentro, José. Silencio desconcertante, José.

Eras, José; todo lo tenías, José. Negación y vuelta atrás, José.
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viernes, 28 de marzo de 2014

I'm the walrus

Cool kids that never have the time.

Ultraje, querida mía. La primera piedra a ser tirada por el absuelto de pecado. Qué hay bajo las miradas y el silencio. Los pasos apresurados. El murmullo atenuado de quien ha sido sorprendido y el flequillo sobre las cejas también van en el saco. Me acompañarán de aquí a un buen trecho. Recogida altruista de gilipolleces a su servicio.

¿Quién tiene el poder? La ley del más fuerte sigue viva. Lo insignificante de la buena intención y el triunfo de la obstinación. La ignorancia como arma de destrucción. La duda como elemento de erosión, y la envidia como punta de lanza del ataque. En un mundo que disfruta en la guerra.

La tiranía del deseo efímero, un crédito de interés siempre alto y siempre fijo. Largo y tedioso en el tiempo. ¿Futilidad vital programada o conseguida? Precisamente el interés de uno mismo no decrece, es un valor seguro. Pero cambia de mercado. Materia prima para el sector metalúrgico. Exquisita aleación de alta maleabilidad y ductilidad. Viva el futurismo.

Caronte, échame una mano. Necesito redención cristiana para todos; el que se levanta entre rejas y duerme entre nubes. No recuerdo la última vez. 

La ironía se torna sarcasmo en la acidez de la lluvia que dejamos caer sobre el vecino. Menos mal que efectivamente, todos somos personas que tenemos una misma concepción del derecho y las leyes. Nos queremos y respetamos. No hay almas mancilladas por el egoísmo y la desmesura. Inmaculación hipércrita. 

Al final, me pregunto si importa quién gana. O si existe tal competición. De lo que no hay duda es de las nuevas y relucientes muescas que aparecen en ese animal extraño al que llamamos cuerpo. Marcas  fantasma en miembros reales y marcas reales en miembros fantasma. Gracias, así mola mazo, me han dicho que con eso se liga más.



Metastasis irae

Basta por hoy; hasta aquí, fraserío barato de cantautor. Imágenes desgarradas y pensativas por doquier. El verdadero enmascaramiento del sentido en la distracción de la forma. Rollo fotos con ojos de pez. ¿Podría sonar más pedante? ¿El refugio del cobarde o la apuesta por la salida del canon? No es tiempo de saberlo.


lunes, 29 de julio de 2013

Victoria

Coincidencias. Hay quien dice que tal cosa no existe; todo tiene su motivo.
- My name is Evey.
- How...? Say that again, please, ma'am.
- E-vey.
En muchas ocasiones me negaría a pensar que eso es así, y por lo general, carecemos del tiempo para encontrar todas las posibles conexiones. Qué más da, al fin y al cabo. ¿No? Quizá sea ese el problema. Por ello, para no incurrir en el error, algo raro ha pasado en mí. Me ha dado por dejar constancia de algo.

LOGOPEDA MARIANO RAJOY _________ 34.000 PTAS. 
Vale, no, pero bien podría ser. Esa es otra batalla que es vergonzoso tener que afrontar.


domingo, 30 de junio de 2013

As restless as we are, in the land of a thousand guilts

El concepto de fin es algo curioso. Definitivo; no siempre. Relativo; como norma general. Mira a Sócrates, ha venido con las pilas cargadas. Al fin y al cabo, el fin no deja de ser transitivo, pasa de un lugar a otro, de una situación a otra. En un momento puede aparecer y llegar. Estrella fugaz y disparo letal fundidos en un mismo momento de malentendido.

¿Y por qué? ¿Por qué hoy? Será por aquello de poner punto y seguido. Oh, qué bonito, digno de una canción de Fran Perea. Pues no. Sí, echaré de menos. Sí, quiero volver ya. Sí, suena muy bonito. Pero es más por la incertidumbre. Y mira tú que eso, en el fondo suele molar. Porque lo cambiante de tu vida es lo que la hace rica y divertida, peligrosa y aterradora. Porque el tener hoy dé más miedo que el perder mañana.

Un cuerpo atado a una cadena cuyos eslabones nacen de las trenzas de imágenes de las niñas que se reían de los chavales con pecas que no comían bocadillos de atún con mayonesa en el recreo. I used to dream of oceans and streams. Supongo que ahora ya no sueño más, y solo vienen esas imágenes sin sentido, productos artificiales. Mi mente no es traicionera. Ni la tuya tampoco. Pero cuando vuela, le gusta hacerlo bajo y con los ojos cerrados. 

Días sin inspiración como este... o en los que tampoco se necesita, por que se lleva dentro. Hay que joderse. Probablemente sea el más glorioso. Está bien. Hay frases que solo apetecen decir con el alma... Hey, lil' troublemaker. Tienen la extraña propiedad de atrapar toda la ñoñería y debilidad del mundo. Pero te hacen más hombre que ninguna. Aunque sea por una posibilidad, por un sueño, por un anhelo, por una imagen, por una niña que se reía de los chavales con pecas que habían empezado a tomar bocadillos de atún aparentemente sin motivo, porque estaban malos. Aunque sea por una metáfora, un cigarrillo y un camisón por encima de la rodilla.