Nuestra suerte cambió el día que José dejó de prostituirse. Recuerdo el sabor amargo de
la tónica en la barra de bar donde nos veíamos. Idéntico olor a tugurio y esa extraña luz
parpadeante. No habíamos llegado a quedar tantas veces, pero dicen que el amor no
entiende de tiempo.
Sentada en la silla de al lado, mi hermana; como de costumbre. Hoy sus pupilas no
brillaban como solían. Juraría poder haber visto una lágrima, otra más, caer por su tez
pálida cuando nos comunicaron la noticia. José había abandonado el local para no
volver jamás. Él le daba otra imagen a aquel asqueroso burdel. En su presencia, las
paredes escondían su mugre. Los cristales rotos del suelo crujían al unísono. El brillo de
las manchas de semen en la mesita al fluorescente morado no desviaba la atención de mi
hermana.
Él era el mejor en su trabajo. No necesitábamos comparar con nada para saberlo.
Parecía crear un equilibrio, algo armónico entre el caos reinante. Sin embargo, desde
esa mañana maldita, todo se acababa. Tendríamos que volver a casa, reducto coartante
de nuestra existencia. A sus muros de terca piedra, y a sus subyugantes huéspedes,
Madre y Padre; una por exceso y otro por falta de afecto.
Nuestra madre nos educó con maestría. Precisión suiza hecha hijas. A pesar de que nos
llevábamos un año y medio, vestíamos iguales. Padre nunca lo discutió. Nada de lo que
decía Madre se discutía. Sólo nos regañaba cuando Madre podía recriminarle algo. Por
eso disfrutábamos de su compañía cuando sólo éramos los tres, las tardes de pesca. Él
daba cabezadas, sombrero apoyado ligeramente sobre su nariz, caña entre las piernas.
Nunca pescó nada y nunca le importó. Pero así teníamos tiempo para explorar.
Dalia era la mayor. Lo primero que hicimos juntas fue empezar una colección de
bichos. A ella le gustaban, y a mí me entretenía. Esa inocente y pura atracción por la
entomología nos unió. Desde entonces siempre me quiso mucho, y yo respondía.
Aprendí de ella a temer a Madre.
Padre sólo nos regañaba cuando recogíamos animalitos. La mayoría de veces, sin
embargo, no se enteraba de que los cogíamos. Me gustaba fantasear con ellos; tener la
fuerza de la hormiga, luchar con la tenacidad del escarabajo o dormir arropada en un
capullo de fina seda.
En los trayectos hasta el lago donde pescaba, Padre no hablaba. Tenía un coche
inmenso, impecable. Madre se lo había hecho comprar, para llevar a toda la familia. Un
día Padre vio a Dalia meter un pequeño bichito en el coche. Inmediatamente le mandó
tirarlo con cara de enfado. A él le daba igual, pero Madre no lo toleraría. Sus hijitas
debían ser pulcras y finas.
De pequeña me gustaba ir al colegio. Era un edificio ruinoso y lúgubre. Sabíamos que la
conserje había sido detenida, que el portero era epiléptico y que nunca íbamos a
aprender nada. Al director sólo se le oía decir eso. Pero a mí me gustaba. Escuchar las
clases de mi profesor de Historia. Su voz acaramelada me acompañaba cada día a la
hora de irse a dormir y narraba sueños y pesadillas. El olor de los hornos de la cocina al
dar color al inerte pan congelado. El frío del pasillo y la luz pálida cuando solo Dalia y
yo esperábamos que alguien nos recogiese.
El colegio y su fachada gris encerraban emociones encontradas para Dalia. Los niños
pueden ser muy crueles, se dice. Sin embargo, dan en el clavo. Sus compañeros de clase
le decían loca y rara. Lo que no sabían es que en nuestra casa eso era normal. Cuando
todos aquellos uniformes grises con boca y ojos nos gritaban en el recreo, me
entristecía. Buscaba refugio en el bichito que me había traído de casa. Dalia, por su
lado, nunca se amedrentó. Miraba fijamente a las niñas, con la mandíbula desbocada en
una media sonrisa aterradora, como si de una hiena se tratase. Sus ojeras eran el
brochazo final de ese esperpéntico retrato, defensa innata de un alma incomprendida
ante una sociedad despiadada.
Un día del marzo frío, me atreví a alzar la mirada sobre el enjambre de niños que nos
recluía en la esquina sucia del patio. Costaba mucho, no lo hacía jamás. Me resultaba
complicado incluso ver más allá del griterío. Al fondo de esa celda al aire libre se
distinguía una figura. Creí ver al más majestuoso de los bichitos, reinante sobre todos
los demás; tumbado dormido en un frío banco de piedra.
Situado entre los dos edificios que formaban el colegio y más allá de la zona donde los
niños se sentían seguros jugando. Ciertamente desolado y hostil hacia los posibles
visitantes, aquel banco. Dalia me había hablado de él. Decía que ahí ajusticiaban a los
que iban contra la norma. Sin titubear, repetía que su destino estaba allí.
Cuando le señalé la silueta que allí yacía, mi hermana se irritó mucho. No quería que le
quitasen el lugar. Su nexo con el colegio era aquel, y lo defendería como propio. Entre
gritos ahogados de miedo, insultos y caras de sorpresa de los niños, nos acercábamos
para descifrar qué o quién había roto la monotonía de mis días en el colegio.
Entonces comprendí por qué Dalia se había enfadado. El banco era un altar. Rodeado de
barro y basura. No tenía sentido su presencia allí. Feo y frío; solo ante las inclemencias
de un tiempo siempre gris. En las zonas a las que nunca llegaba el sol, el musgo había
intentado crecer sin éxito. Simplemente la sobria piedra, resistiendo impune al paso del
tiempo. Tan puro y basto como el primer día. Encerrando toda la trascendencia que
necesitaba la vida de Dalia. Y a partir de ese bello momento, de la mía.
Sobre el banco dormía un niño, acurrucado en posición fetal. Ajeno al ruido del patio y
a nuestra presencia. Su pelo castaño se deshacía en pequeños rizos y un remolino cerca
del flequillo. Orejas ligeramente puntiagudas, nariz chata y los labios formando una u
sutil por la que se escapaba un fino reguero de saliva que revelaba el profundo sueño en
el que se había entregado.
Algo raro ocurrió entonces. La expresión hostil de la cara de mi hermana desapareció.
Miraba de una manera tierna, todo lo tierna que pueden hacerlo unos ojos que han visto
tanto dolor y lágrimas. Yo no comprendía por qué. Era su santuario. Su final esperado,
su sino. Mancillado. Por un crío. Y sin embargo, no hubo gritos, ni los aspavientos
normales que dirigía a las niñas del patio, mímica exquisita de los de Madre.
Cuando lo recuerdo, dudo. No puedo asegurar que Dalia estuviese llorando. Sabía
perfectamente cómo lo hacía, y yo siempre me contagiaba. Pero esta vez no había
dientes ni puños apretados. Me sorprendió cómo relajó sus hombros ante la lluvia
naciente. Las palmas extendidas, los dedos separados, de puntillas y con el pecho hacia delante. Su sonrisa... La había visto únicamente en fotos de cuando solo estaban Padre,
Madre y Dalia. Los párpados abiertos, las cejas altas y esa gota que reflejaba la poca luz
gris del patio colgando de su nariz, desafiando a la gravedad. No sé si llegó a llorar,
pero nunca olvidaré esa imagen.
El sueño se rompió cuando Dalia cayó de rodillas sobre el lodo. El sonido amortiguado
de la tierra mojada nos sacó de la ensoñación. El niño también se despertó. Abrió un
poco un párpado. Después, lo volvió a cerrar, cegado por la luz que desprendía Dalia.
Abrió el otro, y volvió a abrir perezosamente el primero. No se inmutaba por la pesada
lluvia. Una gota impactó en el centro de su frente cuando se levantaba, y soltó una
carcajada sincera, jovial. En ese momento supimos qué era el amor.
Acabábamos de asistir a uno de los milagros de la naturaleza. El que se había acostado
como gusano y resistido envuelto, dormido en las sábanas de un capullo que le aislaba
de la crudeza del mundo; ahora renacía en la figura magnificente de una mariposa. Tan
frágil, pero tan bella. Joven y alegre; natural y libre, impactante.
Nunca he entendido qué significan las palabras “amor carnal”. Me lo han tratado de
explicar muchas veces. Sin embargo, después haber encontrado la paz en la visión de
aquel niño, carecía de sentido, de utilidad. En aquel instante predilecto, vivimos en
sintonía con el mundo. Todo llegó a pararse. El cielo, dichoso, se abrió en un claro el
tiempo justo. La tierra se endureció antes de que apoyase sus pies descalzos en el suelo;
y las niñas cesaron en su estridente concierto por unos milisegundos. Nos bastó ese
tiempo.
Al niño también.
Apresuradamente, se dio media vuelta y marchó en dirección contraria, al otro edificio,
de espaldas a nosotras. Natural y libre como le correspondía. Se alejaba
inexorablemente ante nuestra atónita mirada, reticente a olvidar la dulce imagen que
acababa de contemplar. Nuestras piernas no quisieron moverse. Intenté gritar, pero mi
frágil voz se perdió entre el alboroto.
Noté cómo hacía tiempo que lágrimas brotaban de mis conjuntivas. El niño se
difuminaba entre mi visión borrosa por ese líquido salado que tantas veces me había
consolado y ahora me consumía. Me sentenciaba. Volvía al miedo, y a la mentira de que
me gustaba ese ruinoso colegio. Ese niño había sido la pieza que lo mantenía en pie,
oculta en una esperanza cuya existencia desconocía hasta ese mismo momento.
Comprendí, entonces. Lloré desconsoladamente, entonces.
Dalia estaba petrificada. En sus ojos sólo podía ver la desorientación de un extranjero.
Estaba perdida en el único lugar que había conseguido ser su sitio en un mundo
intransigente y enemigo. Sin embargo, lejos de asumir mi depresión y ser partícipe de
ella como llevábamos tantos años haciendo; corrió.
Sus cortas piernas parecían no dar a basto. Efectivamente, su corazón iba más rápido.
Quizá era el esfuerzo inútil de un mortal por alcanzar la divinidad. No era la búsqueda
del absoluto, sino el grito desesperado de una mujer por dejar escapar la única figura
que aportaba verdadero sentido a su ser. La perdí de vista pronto, sumida en mi
tragedia.
De ahí en adelante, no recuerdo mucho más. Volví a casa sola. Padre no estaba con
Dalia tampoco, y cuando llegó Madre a casa, me pegó y me echó la culpa de que no
estuviese.
Esa noche no pude dormir. Tenía mi mirada fija en el techo negro, para poder viajar
desde mi habitación a todos los lugares de la ciudad que conocía. En cada rincón,
buscaba a mi mariposa. Cada paso acrecentaba mi ansiedad, y mis ganas de llorar.
Ahora quería odiar al niño, por enseñarme lo que es la desdicha.
Tarde, muy tarde, cuando la luna dejaba de iluminar la primera rendija de la persiana de
mi ventana, alguien abrió la puerta. Era Dalia, sucia y sangrante, con sus brazos llenos
de rasguños. Sonreía. Otra vez. Salté a abrazarla. La había echado de menos. Llegué
justo antes de que su cabeza cayese brutalmente sobre el suelo. Parecía estar en éxtasis.
Entre mis brazos, con los ojos en blanco y las piernas estiradas. Me miró como miran
los muertos, sin pupilas. Profirió una palabra antes de sucumbir al cansancio: “José”.
Su cuerpo se tornó pesado e inerte de repente. Sin embargo, ni siquiera la inconsciencia
pudo tapar su felicidad, plasmada en la mueca de sus labios. Macabra imagen para
cualquiera, pero que para mí era más cálida que ninguna sonrisa que me hubiesen
dirigido. Significaba que lo sucedido esa mañana no se convertiría en otra pesadilla
recurrente. Significaba que podía confiar y que los obstáculos del día a día merecían ser
relegados a un segundo plano por encontrar al niño querido.
Los siguientes meses fueron malos. El frío seguía. El colegio era cada día peor, y el
niño nunca volvió al banco, a pesar de que nos pasábamos allí los recreos. Pero nos
daba igual. La búsqueda de José era un motivo bonito por el que vivir, y no el esperar a
que Padre quisiese olvidarse de Madre para ir a pescar. Al cuerno con los gritos de las
niñas de clase, las riñas de la conserje exconvicta y los compulsivos modales que exigía
Madre.
Pasaron los días. No dejamos de ir como devotos feligreses al encuentro de nuestro
ausente Señor. La chicharra del timbre de clase eran nuestros particulares maitines.
Nuestra fe ciega nos abría el camino hasta el altar. De rodillas, mirada directa al
horizonte. De espaldas al mundo y entregadas a la posibilidad de volver a vislumbrar su
silueta en la distancia. Pero siempre acababa con lágrimas de resignación y gritos
rabiosos ahogados. Por no poder aguardar más tiempo su vuelta celestial, por miedo a
haber perdido para siempre la imagen de su magno aleteo.
Dalia estaba cada días más ansiosa. Se convirtió en una obsesión. Ya no le decían rara o
loca. Simplemente, los niños no decían nada. Me preocupaba su frustración. A veces la
descargaba contra mí, pero siempre le perdoné sus malas palabras y su violencia. Quería
tanto como ella encontrar a José.
El mejor momento del día era después de comer. Hora de retomar la búsqueda. Muchas
calles vacías y montones de hojas arremolinándose entre las ramas caídas. Nos vieron
en parques y plazas. Bajábamos al río a ver pescar cangrejos. Fuimos la silenciosa
hinchada de los partidos de fútbol de detrás de la iglesia. En el bosque buscamos bajo
cada arbusto y dentro de cada tronco, como hacíamos en las tardes de pesca.
Entrábamos en las mismas tiendas de juguetes y kioscos, hasta que fuimos demasiado mayores para mirar a las muñecas con los mismos ojos. Poco a poco, los policías
dejaron de preguntarnos si sabíamos donde estaban papá y mamá.
Perdimos la noción del tiempo. Crecimos por fuera, pero no por dentro. No podíamos.
Habría sido renunciar al momento del banco, a los bichitos, y a la resistencia de luchar
contra la fábrica de copias que era nuestro colegio. Pasaron los años, pero no en balde.
Finalmente, llegó El Día.
Era un lugar inesperado, lúgubre y lleno de esa gente que Madre calificaba como mala.
No importó que fuera un burdel. Al final, la idea de contratar a un investigador no había
sido tan mala. Dalia no aguantaba más, y recurrió a ello. Yo nunca quise, pero me había
tenido que tragar mis palabras.
Aquel hombre había tenido que aguantar mucho. Fuimos cada día a su despacho,
durante muchos inviernos. Da igual cuántos. En la segunda visita nos pidió una
descripción detallada de José y que rellenásemos un cuestionario que no se ha movido
de la esquina de la mesa desde entonces. Sólo ha servido de colchón para archivadores
de nuevos trabajos que negaba cínicamente que fuesen más importantes para él.
No podía ser tan complicado. Los saltamontes son más pequeños y escurridizos que las
personas. Dalia se había presentado en la casa del detective unos días antes. Surtió
efecto; a las 24 horas teníamos una pista. Sospeché de él fundadamente, pero parecía ser
que lo había conseguido al fin y al cabo. La excitación borró cualquier rencor.
José había cambiado. Usaba pintalabios y medias de rejilla que no disimulaban el pelo
de sus piernas. Fumaba, mucho. Tenía peluca falsa, rubio platino. Se afeitaba poco la
barba. Había ganado mucho peso. Es cierto que no le habíamos visto en 30 años, pero
tenía certeza que era así. Su mirada revelaba que la vida no le había tratado bien. Pero
habíamos llegado a dar con él, al fin. Nos valía todo.
Intentamos hacerle ver que las cosas iban a cambiar, que el tiempo de desesperanza
había terminado. Llevábamos años planeando esa conversación. Dalia y yo hablábamos como una. Nos pisábamos las frases. En mi cabeza habían sonado siempre con la voz
del profesor de Historia, pero ahora éramos nosotras mismas las que las decíamos. Me
sentí cerca del éxtasis, otra vez.
José quiso enseñarnos el lugar entonces. No dijo una palabra. Se limitó a fumar su
cigarrillo. Pero nosotras lo notábamos. Su efecto, su esencia. Congelaba el tiempo y
colocaba todo en su lugar. Su danza me embelesaba. No hacía nada especial, solo
caminar con decisión, pero lograba que me recorriesen escalofríos. Volví a ser la niña
que se sentía en sintonía con el mundo.
No quiso venir a casa con nosotras, y nos pidió dinero. El dinero no era el problema. Lo
acabaría por entender. Por fin iba a sentirse amado. La vida puede merecer la pena. Él
había dado sentido a nuestra vida y nosotras le haríamos ver que era sólo gracias a él.
En esos momentos yo era la heroína que salvaba al príncipe de las garras del dragón,
encerrado en un burdel. Dalia tampoco hablaba mucho, sumida en una tranquilidad
impropia de su personalidad. Difusa, liviana, en trance. A veces se paraba a admirar el
lugar donde estábamos, como si el moho de las paredes fuesen frescos renacentistas y
las goteras dejasen caer el agua con acordes justos y tocados con precisión.
Nos fuimos de allí sin José, pero con la llama de la esperanza alumbrando el camino de
vuelta. La mariposa estaba ahí, había sobrevivido. No nos desesperaba, habíamos
aguardado lo suficiente. Estábamos convencidas de que era la última etapa de nuestra
tarea ardua y tediosa, pero que el premio sería mejor que el cielo.
Volvimos otras tres veces. José seguía igual. Ningún signo de reconocimiento, ninguna
voluntad de cambio. Más pitillos y tacones obscenos. Misma impasibilidad e
indiferencia. Pero nada me iba a hacer salir de mi empeño de poder llegar a abrazar a
aquel niño, darle el cariño que nunca nos transmitió Padre, contarle los cuentos que se
callaba Madre y vestirle de colores vivos.
Al cuarto día, Dalia contactó con el investigador mientras José me escuchaba; se uniría
después. Dalia me había dicho que algo no encajaba, que aquel patán le debía una
explicación. José y yo, sentados en su sucia habitación, como de costumbre. Ese día le estaba contando historias de la escuela. No parecía conocer el lugar de nuestro primer y
frugal encuentro.
Dalia entró abriendo bruscamente. Ceño fruncido y cuerpo en tensión, rápida como una
flecha. Diciendo su nombre, José, hizo un movimiento extraño José. Volvía a José tener
la mirada del patio José cuando se reían de ella. José no se inmutó José. El tiempo José
volvió a pararse José como en José el altar José. Dalia José sacó un cuchillo. Lo José
movía con José y mucha fuerza. Entonces alcanzó a José y José una y José otra vez
hasta que José José José. Cayó José y otra José vez José José José José. Reguero de
sangre y José. Más lágrimas desconsoladas por José. Furia incontenida y salivación
excesiva, José. Gruñidos propios de un perro rabioso, José. Otra vez de rodillas por ti,
José. Muriendo por dentro, José. Silencio desconcertante, José.
Eras, José; todo lo tenías, José. Negación y vuelta atrás, José.